sábado, 17 de diciembre de 2022

El cáncer y yo

Tuve cáncer.
A los 18 años de edad mi vida cambió. 
Aprendí a Vivir.
Me diagnosticaron Osteosarcoma en fémur izquierdo. Y cuatro años después, metástasis pulmonar.
Durante el camino a mi recuperación viví experiencias que se transformaron en "Lucecitas", es decir, aprendizajes de vida.
Yo era una joven llena de energía, entusiasta por cumplir metas.  Tenía mi vida planeada para alcanzarlas.
Estaba iniciando mi carrera de Psicología, planeaba mi intercambio universitario a otro país, estaba en el equipo de voleibol de mi Facultad con el objetivo puesto en los siguientes Juegos Olímpicos 2012.
Era el año del 2008, tenía 18 años y durante un entrenamiento de voleibol noté que no podía flexionar mi pierna, “algo” detrás de mi rodilla impedía hacerlo. Pero no le tomé importancia. Con el paso de los días y semanas me sentía cada vez más cansada y cada día perdía peso.

Acudí al médico y el camino del cáncer comenzó.
El plan de tratamiento consistía en retirar el tumor, si el tumor no tocaba las arterias entonces podrían colocar una prótesis femoral. Después de la cirugía me enviarían a Oncología para recibir cuatro quimioterapias.

Por el tamaño y posición del tumor no fue viable una cirugía en ese momento.
 Primero teníamos que reducir el tumor. Me enviaron a Oncología para recibir cuatro quimioterapias de “Cisplatino”. Cuando la cuarta quimioterapia terminó acudí a Ortopedia para continuar con el plan.

No fue así, el plan no podía continuar. El médico nos indicó que en la aduana habían retenido mi prótesis, así que teníamos que esperar al menos dos meses. Y me enviaron a una quimio más.

Una más, una quimio más. Estaba cansada, no había recibido muchas quimioterapias pero las cuatro quimios que recibí habían agotado mi cuerpo, los efectos secundarios me dejaban sin comer por 10 días, todo lo vomitaba, mi energía se consumía, no podía siquiera sostener un tenedor, me quedaba en cama por el cansancio… cuando estos efectos pasaban tenía algunos días para reponerme, alimentarme, comer todo aquello que se me antojaba pero no comía porque lo vomitaba, podía salir a la calle y tomar un poco el sol, mirar a las personas en su ajetreo día a día corriendo de un lado a otro sin pensar en su alrededor, acudía a la Facultad para entregar tareas y no perder mis estudios. Antes de salir a la calle me aseguraba de maquillar mis cejas, ponerme pestañas postizas, usar un labial colorido, colocarme mi turbante y una gorra encima.

Recibí esa quimioterapia extra, y otros efectos más. Adormecimiento de manos, brazos y cara. Una sensación extraña… llegamos a urgencias. Ése lugar del hospital que jamás queremos pisar.

Un espacio pequeño donde las camillas se separan por tablones, puedes ver al paciente de enfrente y escuchar al de a lado. Las enfermeras van de un lado a otro, vocean a los médicos cuando un paciente entra en crisis, los médicos casi no se aparecen. Mientras tu esperas que ese malestar se vaya, mientras observas a tu alrededor, mientras quedas poco a poco inconsciente. Escuchas los sonidos alejarse poco a poco, lamentos, los sonidos de aparatos médicos, el bullicio, sirenas de ambulancia… esos sonidos de urgencias, sonidos que se van desvaneciendo junto con tu aliento.

De pronto mis ojos se sintieron pesados, pero mi cuerpo ligero.
Un médico llegó a mi camilla, me observó con duda e interés, observó mi expediente y tomó mi pulso. Corrió buscando un medicamento y lo colocó en el suero. Los minutos pasaron y el aliento recobró energía.
Ésa sensación tan cercana a lo que imaginamos muerte te remueve tu realidad, pero te concientiza sobre tu existencia.

Pasaron dos meses y el día de la cirugía llegó.
Una tarde antes firmé el consentimiento médico, y al final me preguntaron “No sabemos qué hallaremos en la cirugía, pero si el tumor aún toca las arterias tendremos que desarticular es decir amputar la pierna. ¿Nos autorizas?”
Sin pensarlo dije Si. Quiten lo que tengan que quitar pero no quiero ningún tumor en mi pierna.

Desperté de la cirugía y descubrí que efectivamente, quitaron el tumor.
Mi pierna continuaba.

Acudí a rehabilitación, aprendí a caminar de nuevo, aprendí a utilizar mi pierna nueva.
Y continué con los cuidados adecuados. Tenía que fortalecerme porque aun faltaban cuatro quimios. Esta ocasión me administraron Ifosfamida, y fue un gran respiro.
No tuve vómitos, aunque sí tuve náuseas el médico me indicó un medicamento que las controlaban.

Todo funcionaba bien.
Dos años después, en el año 2012 aún tenía 22 años y entonces ocurrió.
Un nódulo de 2cm crecía en mi pulmón. Lo detectamos a tiempo, era pequeño y operable.
Gracias a mis revisiones médicas y a la atención que presto a cada detalle de mi cuerpo logramos eliminarlo.

Lo impresionante de este tipo de cirugía es la capacidad que tiene el cuerpo para adaptarse a los cambios. En la cirugía de pulmón te colocan anestesia total, previamente te miden la apertura máxima de tu boca para determinar el tubo del respirador que colocarán hasta tus pulmones. Efectivamente, cuando realizan esta cirugía “desinflan” tus pulmones para poder trabajar y retirar el tumor. De esta manera, durante la cirugía respiras artificialmente. Colocan un tubo delgado en tu costado cerca de la última costilla, éste tubo servirá para drenar líquido del pleuro. Días después de la cirugía lo retiraron… y sí, fue muy doloroso. Pero rápido de retirar.

Nuevamente aprendí a respirar, mi cuerpo comenzó a adaptarse nuevamente al reajuste, mi pulmón volvió a su estado activo sin complicaciones extras.

Después de la cirugía me enviaron quimioterapia, indicaron tres sesiones de cisplatino.
Esas sesiones se transformaron en seis. Cada que acudía a consulta me decían “Una más”, una más porque todavía no estaba libre de cáncer.

Y yo pensaba “Sólo un poco más”.
Un poco más, hasta que el límite llegó.
Era la quinta quimio y yo ya no podía más. Antes de ir al hospital estaba en casa pensando, cómo decirle a mis padres que me negaría a es quimio. Mi cuerpo ya no resistía, lo sentía. En dos sesiones había recibido transfusión sanguínea porque mis plaquetas no alcanzaban el límite adecuado para recibir la siguiente quimio. Ya no podía una más.

Me escondí en el armario hasta que mis padres me encontraron, hablaron conmigo y dijeron que no podía retirarme a esas alturas. Sólo faltaba una más y todo terminaría.
Acepté.

Pasaron tres días después de la quimio y mi cuerpo respondió. Durante el día no podía descansar, no podía comer, mi cuerpo hormigueaba, mis articulaciones se contraían, estaba cansada.

Fuimos a urgencias, era la tercera vez que visitaba urgencias.
En esta ocasión fue diferente, esta ocasión mi límite alcanzó a mi vida.
Viví la experiencia a la que tenemos tanto temor, aguantamos cada día un poco más para sobrevivir. Sabemos que si soportamos un poco más día a día lograremos sobrevivir al tratamiento o al cáncer.

Pero en ocasiones sentimos los límites.
Ese día lo sentí, ese día ya no podía más, y no me sentía una perdedora, nunca pensé “Estoy perdiendo la batalla” Porque para mí no había batalla, no había guerra. Simplemente mi cuerpo llegó a su límite, di todo lo que estaba en mis manos, los médicos hicieron lo que podían hacer.

Sentía como cada parte de mi se apagaba, dolía, estaba asustada.
De pronto todo ese dolor se apagó. Ya no había dolor, ya no había miedo.
Quería descansar.

Así fue, el miedo desapareció y la paz llegó.
Justo en ese momento los médicos lograron medicarme, mi pulso, mi respiración, mi energía recobraron su estado.

Una de las cosas que el cáncer nos regala es justamente esto, ya no temo a la muerte.
Sé que el día que muera no habrá dolor y aunque la muerte puede ser la mejor experiencia que pueda vivir… Deseo vivir.

No importa las adversidades que vaya encontrando en el camino, no importa las náuseas y vómitos, no importa el cansancio, no importa el dolor, no importa el sin fin de veces que una aguja entre en mi piel… Si soportamos un poco más, estoy segura que valdrá la pena.

Pese a la enfermedad seguimos viviendo, algún día terminará.
Pero mientras termina, aun vivimos. A nuestro modo y a nuestro alcance.

El cáncer no ganó ni perdió.

Yo no gané ni perdí… Continué.

¿Cómo te das cuenta de que tienes cáncer?


Jamás tuve dolor, no tuve ninguna molestia en mi pierna. Hasta que el tumor fue lo suficientemente grande como para limitar la flexión de mi pierna.

Como platiqué en la primera nota, yo practicaba volleyball. Era realmente buena, mi estatura era un privilegio así como mis largos brazos. Si yo quería podía llegar muy lejos, podía visualizar los juegos olímpicos. Tenía todo, absolutamente todo para hacerlo. 

En uno de los entrenamientos teníamos que sentarnos sobre nuestros tobillos, no pude hacerlo. Mi pierna no podía flexionarse, no dolía.
Aunque sí fue frustrante no  poder hacer el ejercicio.

Cuando estuve en casa revisé mi pierna, noté "algo abultado" por debajo de mi rodilla. Lo toqué, ejercí presión con mis dedos y no sentí dolor. 

-Debe ser mi hueso.

Le mostré a mi mamá y Ella sí se alarmó,  dijo que no era normal y que debía ir al médico. Yo continué respondiendo que era mi hueso. ¡Vaya! siempre he sido muy delgada, eso debía ser un hueso.

Dejé pasar el tiempo. Muchas  personas podrán decir que es desidia.
Pero creo que, aunque no queremos reconocerlo, sabemos perfectamente que nuestra salud no está bien y no queremos escuchar eso.

Nuestro cuerpo nos envía señales, pero jamás las entenderemos si no aceptamos las posibilidades.

Por las mañanas me despertaba, desayunaba y me arreglaba para acudir a la Universidad. Cada día me despertaba contenta, tan feliz. Estaba estudiando Psicología, amaba cada clase, cada lectura, cada novedad, cada profesor y profesora. Realmente me apasionaba, tenía pocos meses de haber iniciado mi carrera.

Investigué acerca de los intercambios académicos. Podía viaja a Inglaterra a partir del cuarto semestre, debía ahorrar un poco de dinero, mi promedio tenía que ser muy bueno y tenía que aprender Inglés. 

Tenía buen promedio. Podría comenzar a trabajar. Sabía un poco de Inglés y a partir del siguiente semestre podría inscribirme a las clases de Inglés.

Claro... el siguiente semestre me "inscribí", a un Hospital; tuve un intercambio de un Hospital a otro; me "inscribí" a clases de medicamentos y quimioterapias, reacciones secundarias, niveles de leucocitos, plaquetas y linfocitos... En un semestre no sería la misma.

Además de estudiar dedicaba mi día a entrenar, dos horas de entrenamiento antes de las clases eran mi inyección de energía. Llegaba a casa cansada, muy cansada. Mis días eran activos, pero así lo quería. Quería acostumbrarme a tener varias actividades, creía que era una buena idea para prepararme para el futuro.... Jamás me imaginé las lecciones que viviría.

De pronto, comencé a escuchar comentarios sobre mi peso. Las personas comentaban que cada día me notaban más delgada. 

No quise dar la importancia que debía, las personas siempre hacían comentarios al respecto, siempre he sido delgada. Las personas observaban demasiado, opinaban demasiado.

En casa ocurría lo mismo, comenzaba a fastidiarme un poco. Pero aún con ello mi foco de alerta no se encendía, hasta que un día en la ducha escuché un sonido extra. Escuché que el agua caía y rebotaba cerca de mi hombro... de ahí venía ese sonido.

Me mantuve quieta y me concentré en averiguar el origen del sonido. Y lo hallé, el sonido era el agua que caía sobre un espacio, un hueco mejor dicho, un hueco que se formaba entre mi cuello y mi hombro, un hueco donde sobresalía la clavícula. ¡La clavícula!... mis huesos era visibles, sí era muy delgada pero jamás había visto mis huesos visibles.

Me asusté, me horroricé, me preocupé.

Le mostré a mi mamá, y confirmamos que en efecto había perdido peso. Quise justificarlo con mis actividades del día, mi alimentación descuidada y el ejercicio que realizaba. Aunque dudaba de ello necesitaba aferrarme a una idea que podía explicar esto.

Pero algo más ocurrió. 
En mis entrenamientos comencé a bajar mi rendimiento, ya no podía correr como antes, era muy cansado.
En el trayecto a casa me quedaba dormida en el transporte, mi trayecto duraba 2 horas, quizás  esto me cansaba más.

Mi salón de clases quedaba en el primer piso, llegaba a él casi sin aliento.

- Quizás necesito más condición física.- pensé.

Sin embargo, antes de salir a casa até mis agujetas de los tenis. Me agaché y cuando me enderecé necesitaba aliento ¡Estaba tan cansada!

¿Cansada de atar mis agujetas?... ¿Quién se cansa por agacharse?

Entonces las piezas del rompecabezas cobraron sentido, por supuesto que algo andaba mal.

Cansada, pérdida de peso y una protuberancia dura en mi pierna.

Y así fue como todo empezó...